Once islas mediterráneas
El archipiélago de las Barcelona, situado a 120 millas de la costa oriental de la península Ibérica, consta de once islas de relieve accidentado. Los cursos de agua son arroyos de escaso caudal, secos durante el estío.
La mayor altitud es el Monjuper (287 m) ubicado en la Isla del Castro. La capital del archipiélago se sitúa en la ciudad de La Franca. Otras localidades importantes son Guinardó (Isla de Juan Marsé), Arenal y Prima.
El clima es mediterráneo, con influencia del mar y alternancia de los vientos cálidos provenientes de África con los fríos procedentes del norte de Europa. De este modo el archipiélago tiene un clima suave, templado en invierno y muy caluroso en verano.
Es aquí donde queremos estar
Arribamos ayer desde el este. Hoy navegamos entre estas islas sin importarnos de dónde sople el viento porque el impulso nos viene del asfalto, que es anónimo y respira a lo grande. Una respiración donde cada bocanada de oxígeno es pura energía para los habitantes de este archipiélago mediterráneo que llaman de Las Barcelona.
Y así recalamos en esta parte del mar. Es cierto que las Barcelona están muy sobadas, también sus habitantes. Eso lo sabe cualquier navegante con un mínimo de experiencia, pero no por ello dejan de ser un lugar atractivo por lo excepcional.
Adoradores de cerdos
Tras ver al cerdo y a sus adoradores, comprendimos que aquellas islas podrían ser un buen lugar para descansar un tiempo de tanto mar. ¿Cuánto tiempo? No lo sabíamos, pero sin duda tendría mucho que ver con el número de cerdos disponibles en el archipiélago.
Nada más bajar a tierra somos conscientes de la gran población de cerdos y cerdas que hay en las Barcelona, por lo que mi tripulación calcula que el tiempo que pasaremos aquí será prolongado. Algunos puercos son de carne y hueso, pero también los hay de barro negro cocido. Cualquier patán podría confundirlos con huchas, pero estos marranos de diseño no tienen ranuras y nada puede ser introducido en su interior. Hemos observado que al anochecer los isleños los colocan sobre pequeños estantes y después se sientan junto a ellos para charlar, beber xibeca y fumar marihuana. También hemos observado con extrañeza que cuando un cerdo de barro es colocado en su estante, la comida (que es lógico que acompañe a estas veladas) no aparece por ningún lado. Ni una mísera costilla asada. De ese modo, la cerveza y la marihuana acaban destrozándote por completo, algo que comprobamos al poco de nuestra llegada a este archipiélago de las Barcelona.
Ajustando vaginas o extirpando penes
Estamos dispuestos a integrarnos en este lugar y entre estas gentes. No será complicado. La lentitud de sus noches hace que la sombra y la brisa asienten la excitación provocada por la luz y el calor del día. La amabilidad de quienes saben responder a un saludo es infinita. La seducción de sus lechos debería ser legendaria, lo mismo que sus espectáculos pornográficos. Vemos en una pantalla cómo un travesti de Lima se pinta los pezones con una alegría contagiosa. Al cabo de unos minutos, en otra pantalla, un cirujano da certeras puntadas en lo que parece ser o una reconstrucción vaginal o una extirpación de pene.
Extemporáneos
No hay duda de que lo somos. El poso del tiempo pesa el doble en nosotros, navegantes foráneos, que en los habitantes de estas islas. Sus rostros y su estar no son ni fríos ni calientes, sino del tiempo. Sus métodos (para todo tienen métodos) son actuales. Sus protocolos también. Todo apunta a que no es sencillo ser viejo en esta zona del mar. ¿Somos nosotros viejos? No, somos extemporáneos. Así lo confirmamos cuando un graffiti nos lo grita a la cara tras otra noche de cervezas y marihuana, sin asomo de algo sólido que meter en el buche.
Un cubículo
Tenemos la embarcación hecha una pena. Dudamos entre barrenarla en alguna bahía apartada, seguir viviendo en ella o vendérsela a algún incauto. Sin embargo, ninguna de las tres opciones es sencilla. Si la barrenamos y nos descubren, la multa que dicta el protocolo para el abandono de naves es elevada. Si seguimos viviendo ahí dentro nadie querrá venir a visitarnos, mucho menos a tumbarse con algunos de nosotros en el catre. Finalmente, la opción de vendérsela a algún incauto es imposible, ya que en Las Barcelona no hay otros incautos que nosotros mismos.
Con el problema de la vivienda a cuestas resulta que doblamos una esquina y en nos encontramos con una hipotética solución. Está esperándonos. Su diseño es adecuado; quebrado como nosotros; inclinado como el planeta; y clavando sus cimientos ante el mar.
– ¡Vamos y ocupamos! – grito, dando brío a mi tripulación.
Pero resulta que el cacharro ni siquiera tiene puertas. Nos asomamos a una de sus ventanas y vemos a un hombre encadenado por los tobillos.
– Es el puto museo de cera, colegas – dice el más joven de mis marineros antes de que el resto comience a asimilar la decepción.
Presos y jueces
Una vez, en un puerto de China, perdimos el barco en el que entonces navegábamos. Aun recuerdo mi sorpresa ante una embarcación que sin precisar ni de piloto ni de marineros se lanzó mar adentro. Se largaba ella sola dejándonos en pelotas en medio de un sistema portuario grande y desagradable como el de Algeciras en hora punta.
Vagamos todo el día por diques y plataformas de carga sin encontrar refugio. Llegó la noche y continuamos igual. Al día siguiente lo mismo. Caminamos desorientados por aquel puerto hasta que los miles de contenedores acabaron configurando un laberinto insalvable. Entonces llegó la policía. Todos nuestros documentos estaban en aquel barco que huyó de nuestro lado. Tratamos de explicarlo, pero la desconexión de nuestros idiomas acabó creando un nuevo laberinto. Al final fuimos conducidos a un antiguo silo de tamaño colosal en cuyo interior construyeron mil seiscientas habitaciones de cuatro metros cuadrados. La idea era que sirviera de hotel y fonda, pero al final, dadas sus características, acabó convertida en un presidio. En su interior pasamos diez largos días. Y comento esta historia porque en las Barcelona acabamos de encontrar un edificio muy similar. La única diferencia es que este alberga jueces, no presos.
El colillero
Estoy a la altura del Andorra cuando veo a ese hombre por primera vez. Recoge una colilla del suelo y se la fuma de una calada. Debo reconocer, aun mi rudo comportamiento y flojedad en reglas de inserción social, que esa calada me provoca arcadas. Pasan un par de días y le veo por segunda vez. Le sigo durante unos metros hasta que al poco recoge una colilla. Sabía que sucedería. Sucede en el canal de Joaquín Costa. Esta vez puedo observar que la colilla que recoge está pisada y rayando el filtro. La enciende y se la fuma. Por el gesto que le sube al rostro, a él también le dan arcadas. Tras una semana sin verlo, vuelvo a toparme con él en las callejas del Borne. De nuevo se arrodilla, extiende su brazo y recoge una colilla que casi es un cigarro completo. Tal vez suene absurdo, pero me alegro tanto como él de ese gran hallazgo. El hombre echa una ojeada, localiza un banco y se sienta en él para disfrutar esa puta colilla del mismo modo que lo hacen los grandes navieros con sus habanos. Un gran día en las Barcelona. Pequeños tesoros que aparecen ante nosotros los pobres. Sufriendo nuestras condenas pero también rebelándonos ante ellas, nos los merecemos.
El ángel de las Barcelona
No veo sus ojos, pero sí sus zapatos. Es madrugada de domingo en el archipiélago y estamos en una taberna de suelos sucios como el fango, pero por la pulcritud de sus alas el ángel parece que se elevara un palmo por encima de la mierda. Me acerco y su cuerpo huele a lo que debería ser el mismo Olimpo. Tal vez me esté confundiendo.
– ¿Hermes? – le pregunto.
Se comporta como si yo no existiera. Me joden un montón las niñerías, pero este ángel es diferente y me lleva a la confusión. Me pregunto si quien no existe es el ángel mismo. ¿Alguien vertió absenta en mi zumo de naranja?
– ¿Afrodita?
La banda
La primavera trompetera ocupa el archipiélago. Las bandas recorren callejones, caletas y canales. Trompetas, trombones, bombos, platillos y tambores nos recuerdan los intramuros de Constantinopla en sus buenos tiempos, que los conocimos. Aquello fue bueno hasta que algún consejero imperial decidió ejecutar por decreto una campaña de promoción de los placeres de la ciudad y se sacó de la manga el acrónimo CNSTNPL, poniéndolo a circular por toda Eurasia. Entonces, hordas de bárbaros cayeron sobre la ciudad y la destilaron hasta el güito. La vieja Bizancio nunca volvió a levantar la cabeza y cedió el testigo de la modernidad y el placer al archipiélago de las Barcelona.
La historia se repitió cuando un conseller del archipiélago se inventó el acrónimo BCN y hordas de bárbaros del norte y el este de Europa y las Islas Británicas ocuparon sus localidades principales en busca de alcohol barato, farlopa rápida y mosaicos de colorines. Sabemos de la decadencia porque somos decadentes y no nos importa la decadencia porque además de decadentes estamos a gusto en la decadencia. Parece un jodido trabalenguas y lo es. Lo mismo que esas bandas arrabaleras que recorren contentas las once islas de las Barcelona con sus trompetas y tambores.
El profeta del arco
Es de bronce y predica junto a un arco gigante de ladrillo. Su brazo se curva imitando el seno de las olas del océano. El griterío de los loros que anidan en la zona nos impide escuchar su discurso. Esperamos un par de horas a que callen los loros, pero estos no están por la labor. Cuando parecen menguar en su alboroto es porque hace su aparición la voracidad de las gaviotas. En unos segundos, el griterío es bestial. Nos fijamos en el profeta, percibiendo que en el tono oscuro del bronce se enciende una nota carmesí. Tal vez sea vergüenza por sus limitaciones, aunque también cabe que se esté quedando sin voz ante el griterío de las aves.
Encuentro con un viejo conocido
Se llama Kammamuri y es tan extemporáneo y decadente como nosotros. También marino, también un bastardo romántico, de cuando en cuando también pirata. Ahí le tenéis, todo firme en medio del arenal. Ha venido a las Barcelona a invertir sus tesoros en sol y placer y a convertirse en la ruina de los peluqueros. Hay tras él una gran historia y tal vez en un futuro alguien con talento quiera escribirla.
Los libros pueden ocultar a Júpiter
Dicen las lenguas, sobre todo aquellas que aún no han olvidado el arte de la lectura, que las Barcelona albergaban hace años trescientas doce imprentas, seiscientas veinticuatro editoriales y dos mil cuatrocientas noventa y seis librerías. También dicen que con todo el papel impreso en el archipiélago se podría envolver el planeta Júpiter con holgura. Aunque sabemos que a día de hoy más de uno sonríe con desdén ante tales datos, sobre todo los fabricantes de mamparas cerebrales, no son cifras insensatas. Nadie pone en duda que las Barcelona fueron, al igual que Bizancio en su tiempo, un lugar de agitación anarquista repleto de hiperactivos burdeles editoriales alimentados por la obra de escritores conservadores. Esa mezcla es puro TNT.
El laberinto
No está en el interior de ninguna cueva, tampoco en la mente de nadie. El laberinto de estas islas, además del formado por ellas mismas, es el que resulta de una mirada al ras sobre las azoteas de sus viviendas.
Fue ayer mismo cuando comprobamos la intensa sensación de pérdida que puede causar una prolongada estancia en cualquier azotea donde se celebre una fiesta. Los isleños de las Barcelona son muy aficionados a este tipo de reuniones entre amigos íntimos, aunque siempre reservan algunas plazas para foráneos recién llegados que les pongan al corriente de noticias lejanas.
Nosotros fuimos esos foráneos. Acudimos, les pusimos al corriente de las noticias de por ejemplo Siria, Libia, Marsella y Túnez y ahí nos quedamos… con un vaso de vino en una mano y una brocheta de marihuana en la otra… es decir, volaos y con el estómago vacío… de nuevo la terrible falta de manduca. Como si los habitantes de estas islas vivieran de humo y aire. Lo que nos lleva a las siguientes preguntas: ¿Seremos capaces de poner proa hacia otras costas antes de caer bajo los encantamientos del hambre? ¿Qué corrientes atávicas podrían anular nuestra voluntad?
Las dudas de la tripulación
Uno ha conocido a una colombiana, otro a una venezolana, un tercero a un uruguayo, un cuarto a un plantador de ganja a escala continental y el quinto a una joyera de ascendencia nigeriana. Yo también he conocido a muchos y a muchas, pero soy el único dispuesto a dejar estas islas de las Barcelona en busca de otras gentes e historias. ¿Cómo actuar entonces siendo el capitán de estos hombres?
– No joda, capitán. Nos da la licencia y punto. ¿Nos vamos ahora que comenzamos a ser invitados a las fiestas de las azoteas?
– Habrá más azoteas y más fiestas y seguro que con algo de comer – respondí.
– Pero no tanta marihuana.
– Tanta y más… coño, que nos vamos a morir de hambre, ostias.
– No, no… joder, llevamos años rulando por el mar en busca de un lugar como este y ahora nos manda usted a cagar.
– Tal vez en el cantón de Cartagena – insistí.
– ¿Lo ve? Nos manda a cagar.
– ¿En serio queréis instalaros en este lugar?
– Nos va en ello la poca vida que nos queda. Créanos, capitán.
Otro vecino más
“Créanos, capitán”. Y les creo. Y tengo que creérmelo yo también; que sí, que quiero permanecer en las Barcelona al menos por un tiempo. Vendo el navío por seis mil euros y alquilo un camarote en una patera junto al parque del Matadero. Mesuro cada euro como si fuera oro y vivo junto a una agradable pareja rumana, un silencioso ecuatoriano, un politoxicómano lituano y una inexpugnable saga de cucarachas.
Desde este camarote, sin miedo y sin esperanzas, escribo estas crónicas y las firmo:
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