Giuseppe el fantástico

«GIUSEPPE EL FANTÁSTICO»

Los cielos abiertos de Es Cap son magníficos para observar las estrellas, y por San Lorenzo, en agosto, las fugaces son un espectáculo.

Estrellas fugaces y personas fugaces. Giuseppe fue una de ellas; tal y como llegó a la isla, desapareció. Decía ser de Milán, de una vieja família nobiliaria. También decía que estaba en una fase decisiva de su vida – tendría unos cuarenta años – y que necesitaba probarse trabajando duro, aunque a primera vista no pareciese apto para ello, cosa que fue evidente el primer día de trabajo. Pero tenía un contrato firmado y ambas partes, empresa y trabajador, debían cumplirlo.

Giuseppe decía que era ingeniero y arquitecto, y que tenía negocios en Niza y Milán. También dijo que su primer trabajo fue como policía, però lo dejó porque había cambiado el cristianismo por el budismo y ya no podía usar armas. Era fantástico Giuseppe. Una asombrosa máquina de mentiras, a la vez que un inútil total.

La empresa se dedica a jardinería, viña, bosque, muros de piedra seca, etc. Es decir, puro campo. Un trabajo donde hay que poner esfuerzo, espalda y ganas, algo que Giuseppe no hacía. Él era un alma ingénua y delicada perdida en una pequeña isla mediterránea. Un alma que en ocasiones merecía ser gritada… y hasta abofeteada.

Un día de primavera, época de mucha faena, teníamos que sacar la poda de una hectárea de campo abandonado que préviamente habíamos limpiado. Llegamos Giuseppe, Yassir y yo en un pequeño camión. Giuseppe conducía. Dijo que había sido piloto de pruebas de FIAT en Turín. Teníamos que cargar los restos de un viejo chumberal. La chumbera es una planta muy cabrona para trabajarla; tiene espinas como suspiros que se te clavan sin sentirlas; sus raíces se agarran a la tierra de tal modo que hay que usar zapa y serrucho para extraerlas; y además, y sobre todo, pesa muchísimo. Así que cargar dos toneladas de chumbera no es tarea fácil, pero Giuseppe permanecía en la cabina del camión mientras Yassir y yo llevábamos ya quince minutos cargando.

  • ¡Eh! – le grité.

Pero no dio señal.

  • ¡¡Ehhh!!

Entonces sacó una mano con el pulgar en alto.

  • Tutto bene! – respondió.

Yassir me miró con el ceño fruncido. Continuamos cargando chumberas unos minutos más. Giuseppe se escaqueaba. Me acerqué a la cabina.

  • ¿Qué coño haces?
  • Non capisco.
  • ¡Que te bajes y trabajes, me cago en la hostia!

Entonces, ante la exhuberancia de mi blasfemia, él sacó su alma budista.

  • Ma… io sono il camionista.

¿Qué puedes hacer ante alguien que te contesta eso? ¿Qué vas a responder a alguien que dice ser ingeniero, arquitecto, empresario, Mahatma Gandhi, policía y qué se yo cuantas mentiras más?

  • Jaitsi oraintxe eta lan egiten, madarikatua!

Y resultó. Bajó del camión y se puso a trabajar. Es un truco efectivo recurrir a un idioma desconocido y contundente y hacerlo a gritos. Es como si Yassir un día me encara porque me estoy tocando los huevos y me grita en árabe que o trabajo o me muele a palos. Pues vas y trabajas, por supuesto, aunque no hayas entendido una sola palabra. Le advertimos de que se pusiera los guantes de cuero para manejar las chumberas, pero dijo que no los necesitaba para nada porque las espinas eran minúsculas, con lo que al día siguiente tenía las manos hinchadas de una manera lamentable.

Giuseppe continuó arrastrándose por la empresa unos pocos meses más. Le pusieron con la cuadrilla de piedra seca y duró un día y medio. En las viñas, con la poda verde, se llevó medio dedo con las tijeras de poda. Finalmente acabó en la oficina, donde también resultó un estorbo.

Finalizó su contrato al cabo de seis meses, la empresa no se lo renovó y desapareció de la isla como una estrella fugaz. Dijo que se volvía a Milán o a Niza o a Constantinopla, no lo sé. Se fue y yo jamás lo olvidaré. Giuseppe era, y espero que lo siga siendo, una persona fantástica.