El naufragio de la fragata Medusa

El resultado de la incompetencia política y técnica.

En junio de 1816, la fragata francesa Méduse partió del puerto de Rochefort (Francia) rumbo al puerto senegalés de Saint-Louis. Dirigía un convoy compuesto por otras tres embarcaciones. El Vizconde Hugues Duroy de Chaumereys había sido designado como capitán de la fragata pese a que apenas había navegado desde hacía dos décadas. La misión de la fragata era la de aceptar la devolución británica de la entonces colonia de Senegal bajo los términos de la Paz de París.

En un esfuerzo por registrar un buen tiempo de navegación, la Méduse se adelantó a las otras naves, pero debido a su velocidad fue al garete y se desvió de su curso unas sesenta millas. El 2 de julio encalló en un banco de arena en la bahía de Arguin, en la costa de África Occidental, cerca de la actual Mauritania. La colisión se debió a la incompetencia de Chaumereys, quien carecía de experiencia y habilidad pero que habría conseguido esa comisión como resultado de un acto de favoritismo político.

Naufragio de la Medusa

Relación de Correard y Savigny, náufragos de la almadía.

Naufragio de la fragata MedusaHabiendo restituido a Francia los tratados de 1815 el Senegal, se envió allá una expedición para tomar posesión oficial. Iban en ella el gobernador de la colonia con tropas y se componía de los cuatro barcos de guerra: la fragata Medusa, de 44 cañones, la corbeta Eco, la gabarra Loira y el brick Argos. El comandante en jefe era Jean-Hugues Duroy de Chaumareys, que siendo teniente de navío antes de la Revolución, había emigrado y permanecido veinticinco años sin ejercer su profesión. A su ignorancia añadía por otra parte un carácter ligero y un egoísmo que le hizo faltar a todos sus deberes. Llevaba en su estado mayor un oficial extranjero, cuyos consejos seguía para no dejar conocer su incapacidad a sus subordinados, y lo peor de todo era que este oficial era tan presuntuoso como inepto.

La escuadra salió de Rochefort el 16 de junio de 1816, y el principio de la navegación no ofreció incidente notable. El andar de la Medusa era superior al de los otros barcos, y el comandante Chaumareys, cansado de cerrar velas para esperarlos, se alejó de ellos, siguiendo solo su rumbo, viento en popa, fallando así desde el principio a un deber importante.

El 1 de julio, dobló el cabo Bojador y festejó el paso del trópico:

Nuestra tripulación se entregó, según costumbre, a las burlescas ceremonias del bautizo y a la distribución de las grajeas del bonachón del Trópico. Este uso extravagante tiene por principal objeto suministrar a los marineros, disfrazados de dioses marinos, la ocasión de recoger dinero de los pasajeros y demás gente de a bordo, que se libran así de la inmersión. Durante estos juegos, que no cesaron hasta después de tres horas, que bien pudiéramos llamar mortales, corríamos a nuestra perdición. El comandante, sin embargo, presidía esta farsa con cierta bondad estúpida, mientras el oficial que se había captado su confianza se paseaba arrogante en la proa de la fragata mirando con indiferencia una costa erizada de peligros, cuyo número e inminencia se escapaban sin duda a su penetración.

Las instrucciones del ministro prescribían reconocer el Cabo Blanco, correr veintidós leguas mar adentro y volver enseguida a tierra con grandes precauciones y la sonda en la mano. Es lo que hicieron los otros barcos de la expedición, que llegaron felizmente a San Luis; pero Chaumareys, con la idea de llegar más pronto, hizo rumbo al Sur, después de haber corrido diez leguas solamente al oeste, a partir del Cabo Blanco, reconocido muy imperfectamente.

Muchos pasajeros que conocían los peligros de estas costas comenzaron a inquietarse, creyendo que el rumbo que seguía la fragata la acercaba demasiado a los parajes del banco de Arguin, pero nadie tomó en cuenta sus avisos. De dos en dos horas se echaba la sonda al pairo, y como, en la mañana del 2 de julio, creía el comandante tener más de cien brazas de agua, puso proa al sudeste, que llevaba más directamente a tierra.

Al medio día, un alférez de navío aseguraba que estábamos en la escora del banco, y dio parte de su observación al oficial, que desde dos días antes venía dando consejos al comandante sobre el derrotero que había de seguirse. No hay cuidado, contestó este; tenemos ochenta brazas de agua.

El color del agua estaba enteramente cambiado; numerosas hierbas aparecían a lo largo de las bandas y se veían muchos pescados, señales todas de que probaban que teníamos poco fondo. La sonda anunció, en efecto, que solo teníamos dieciocho brazas. El oficial de cuarto dio sin demora parte al comandante, el cual ordenó ponerse más al viento. Lo teníamos bastante largo con las bonetas a babor. Se amainaron estas velas y se echó otra vez la sonda, que dio seis brazas de agua. Prevenido el capitán ordenó a toda prisa cerrar el viento lo más posible; pero era ya tarde, por desgracia nuestra. Virando la fragata a barlovento, dio de talón y siguió su andar un instante, hasta que dando otro talonazo y luego otro, se detuvo en un sitio en que la sonda no daba más que 5 metros 60 centímetros de agua en pleamar. Quedamos en esta posición fatal, precisamente en la época de las grandes mareas, tiempo que nos era desfavorable en extremo, porque habíamos tocado, cuando el agua estaba ya más alta y ya iba a bajar.

El siniestro ocurrió el día 4, a las tres y cuarto de la tarde, sumiéndonos a todos en la mayor consternación. Tomáronse las disposiciones ordinarias para poner a flote la fragata: después de aligerarla se echaron sucesivamente anclas en diferentes direcciones; se viró sobre los calabrotes; pero estas maniobras prolongadas por espacio de dos días mortales no dieron ningún resultado.

En la previsión de la pérdida del barco, se celebró consejo para deliberar y resolver el modo de salvar la tripulación. El gobernador del Senegal propuso la idea de una balsa, que creía capaz de llevar doscientos hombres con los víveres necesarios. Hubo necesidad de recurrir a un medio de esta naturaleza, porque las seis embarcaciones de a bordo no eran capaces de cargar los 400 hombres presentes.

Los víveres debían depositarse en la almadía, y a las horas de comer, los tripulantes de las canoas vendrían a tomar sus raciones. Desembarcando en las arenosas costas del desierto, se formaría una caravana para dirigirse a San Luis.

Los acontecimientos que sobrevinieron luego probaron que el proyecto estaba perfectamente concebido y que hubiera tenido feliz éxito: por desgracia la ejecución de estas decisiones fracasó en las desoladoras sugestiones del egoísmo.

Un momento, la fragata se puso a aproar de una manera sensible; estaba casi a flote y en pleamar solamente la popa tocaba un poco aún. Se abrigaban grandes esperanzas para el día siguiente; pero en la noche del 4 al 5 el cielo se escureció, se levantó el viento y se agitó la mar removiendo más y más la fragata.

Naufragio de la fragata MedusaComenzó a dar fuertes talonazos, que menudeaban cada vez con más violencia, y cada momento esperábamos verla entreabrirse. La consternación se hizo otra vez general, y muy en breve adquirimos la certidumbre cruel de que el barco estaba perdido sin remedio. A media noche se abrió rompiéndose la quilla en dos partes; el timón se desmontó quedando pendiente solo de sus cadenas, en cuya situación hacía un estrago espantoso.; producía el efecto de un ariete horizontal, que movido violetamente por las olas golpeaba sin cesar la popa del navío. Así toda la parte posterior de la cámara del capitán se levantó, dejando entrar el agua de una manera espantosa. Muy pronto, a los peligros de la mar, vinieron a añadirse los primeros amagos de las pasiones sublevadas por la desesperación y desligadas de todo freno por el imperioso sentimiento de la conservación personal. A las once estalló una especie de insurrección suscitada por algunos militares que persuadieron a sus camaradas de que querían abandonarlos. Muchos soldados tomaron las armas y ocuparon el puente y todos sus pasos en ademán de hostilidad; pero la presencia del gobernador y de los oficiales bastó para calmarlos y restablecer el orden.

Momentos después, arrastrada por la impetuosa corriente del mar, se rompió la amarra que sujetaba la almadía a la fragata, y se iba a más andar. La gritería de la gente anunció el contratiempo, y se envió una canoa que la remolcó a su puesto. Esta noche fue en extremo penosa. Atormentados por la idea de que el barco estaba absolutamente perdido y traqueados por los rudos movimientos que las olas le imprimían, no tuvimos punto de reposo.

El día 5 al amanecer había cerca de tres metros de agua en la bodega, y las bombas no podían ya desalojarla: con esto se resolvió evacuar el barco cuanto antes.

La almadía tenía veinte metros de longitud por siete de latitud, y se componía de dos masteleros de la fragata, de las vergas, jimelgas, etc.: estas diferentes piezas se enlazaban entre sí con buenas amarras. Dos masteleros formaban las piezas principales y estaban colocados a uno y otro lado; otros cuatro mástiles estaban apareados en el centro de la máquina. Tablas clavadas por encima de este primer plano formaban una especie de entarimado. Sin embargo, esta construcción, muy imperfecta, no estaba completamente acabada.

Bajaron a ella ciento veintidós militares, veintitrés marineros y pasajeros. La canoa grande recibió treinta y cinco personas; la mayor cuarenta y dos; la del comandante veintiocho; la chalupa ochenta y ocho, y la menor quince. Intentóse embarcar en la balsa y en las canoas la necesaria provisión de víveres; pero todo se hizo con tanta precipitación y desorden, que se distribuyeron mal cosas esenciales, y gran cantidad de ellas quedó a bordo de la abandonada fragata o cayó al mar en el tumulto de la evacuación.

Las leyes del honor prescriben al comandante de un barco náufrago ser el último que lo abandone.: Jean-Hugues Duroy de Chaumareys faltó a esta obligación de honor embarcándose en su canoa, cuando quedaban aún en la fragata unos sesenta hombres. Dejáronse en definitiva diez y siete, que no pudieron embarcarse en la chalupa, demasiado cargada y no muy a propósito para resistir el mar. Aun hubiera habido posibilidad de colocarlos, según una relación, entre las otras embarcaciones, y sobre todo, en la que llevaba al gobernador y su familia.

En el momento de la partida, cuando la almadía, remolcada por las seis embarcaciones, se alejó de la fragata a los gritos de ¡Viva el Rey! Aun había, sin embrago, bastante valor. Los jefes de estas embarcaciones habían jurado no abandonar la almadía: o debían salvarse todos o todos juntos perecer.

Con todo eso, apenas se habían corrido dos leguas, cuando se olvidaron tan sagrados juramentos.

Estábamos en el momento del reflujo y las corrientes arrastraban las embarcaciones mar adentro. Hallarse en alta mar con embarcaciones descubiertas podía ciertamente inspirar algún temor; pero dentro de pocas horas debían cambiar las corrientes y favorecer nuestro rumbo. Era pues preciso esperar este momento que habría demostrado con toda evidencia la posibilidad de llevarnos a tierra firme, de la que solo distábamos doce o quince leguas. Esto es tan cierto que por la tarde, antes de ponerse el sol, avistaron la costa las canoas. Acaso se hubieran visto obligadas a abandonarnos la segunda noche después de nuestra partida, si hubiesen sido necesarias más de 36 horas para remolcarlos a tierra, porque el tiempo fue muy malo; pero entonces habríamos estado muy cerca de la costa y habría sido muy fácil salvarnos, ni nos hubiésemos quejado ya sino de los elementos.

En los primeros momentos no creímos realmente que se nos abandonaba con tanta crueldad, suponiendo que las canoas habían largado por haber visto algún barco, cuyo socorro iban a demandar.

Cuando los abandonados náufragos reconocieron que era una ilusión contar con la vuelta de las canoas y que había habido realmente un sálvese quien pueda, se miraron con profundo estupor. Poco a poco los más inteligentes procuraron reanimar el valor de sus compañeros de infortunio y comenzaron a darse cuenta exacta de su situación que, en verdad, era horrorosa.

Los náufragos iban tan apretados unos contra otros que no podían ni moverse, y muchos de ellos llevaban parte del cuerpo en el agua. Viendo al partir que la balsa se hundía bajo el peso de la carga, habían echado al agua muchos barriles de harina, sin preocuparse del abastecimiento, y así solo se encontró luego un saco de galleta de cosa de una arroba, y después de poca, mojada, hecha una masa: el hambre, pues, era inevitable. Para beber había seis barricas de vino y dos de agua.

Por otra parte, no había mapa ninguno, ni brújula, ni guía de ninguna clase; y la vela que se había izado en un mástil no podía servir sino para viento en popa.

Naufragio de la fragata MedusaLa galleta no procuró más que un escaso alimento al medio día, y así se llegó en calma hasta la noche, que fue horrible, porque el viento refrescó mucho; luego, cada vez que las olas elevaban un extremo de la almadía, caían los hombres unos sobre otros, y sin cesar se oían gritos de desesperación. Cuando amaneció pudo verse que habían caído al mar más de veinte hombres: algunos tenían los pies cogidos entre las piezas de madera y el cuerpo hundido en el mar. Solo uno de ellos pudo volver a la vida por la solicitud de sus dos hijos.

Este día, que fue muy bello, aun subsistió la esperanza de ver de vuelta a las canoas; pero cuando los infelices se vieron engañados, un completo desaliento se apoderó de todos los ánimos. Por la noche, el cielo se cubrió de espesas nubes y la mar fue más horrible que la anterior. En la imposibilidad de mantenerse en los extremos, se amontonaron los hombres en el centro de la balsa, y los que no pudieron lograr esta posición, perecieron casi todos. Por lo demás, el grupo formado en el centro se apiñó tanto, que algunos hombres murieron sofocados bajo el peso de los otros.

Los soldados y los marineros, que se consideraban perdidos, se pusieron a beber con exceso. Enardecidos entonces, gritaron que se les quería hacer traición y que todos habían de morir juntos, e intentaron destruir la almadía cortando las amarras. Pero los oficiales y los pasajeros que habían conservado su razón se opusieron a ello, trabándose combate formidable con hachas, sables, bayonetas y cuchillos. La luna alumbraba tan espantosa escena, a que solo dio término el cansancio. A los primeros albores del día se vio que habían sucumbido más de sesenta hombres: una cuarta parte se habían ahogado de desesperación. Se observó también una gran desgracia: durante el tumulto, los rebeldes habían arrojado al mar dos barricas de vino y las dos únicas de agua; solo quedaban ya dos barricas de vino para distribuir entre sesenta sobrevivientes. En este día se produjeron ya los primeros actos de canibalismo: algunos hambrientos se arrojaron sobre los cadáveres y devoraron carne humana. La noche fue más tranquila; sin embargo, el cuarto día se contaron doce muertos más.

Por la tarde pasaron felizmente nubes de peces voladores, quedando presos más de doscientos entre los claros de la balsa. Con un eslabón y yesca se pudo prender fuego a los despojos de un tonel, formando un hogar que sirvió para asar los peces… y también carne humana!

Una nueva matanza hubo durante la noche: los españoles, italianos y negros hasta entonces neutrales, habían formado un complot para arrojar al agua a todos sus compañeros: El día siguiente treinta individuos quedaban aún vivos y entre ellos muchos heridos.

Quince náufragos solamente parecían poder tirar algunos días, y los demás, cubiertos de amplias heridas, habían casi perdido la razón. Sin embargo, participaban de la distribución y podían, antes de su muerte, consumir treinta o cuarenta botellas de vino, que para nosotros era de un precio inestimable. El asunto era grave y se sometió a deliberación: poner a los enfermos a media ración era condenarlos a muerte inmediata. Después de un consejo presidido por la más horrible desesperación, se resolvió arrojarlos a la mar. Este medio, por repugnante y bárbaro que nos pareciera a nosotros mismos, procuraba a los sobrevivientes seis días de vino. Pero tomada la resolución, ¿quién se atrevería a ejecutarla? El hábito de ver la muerte siempre dispuesta a hacer sobre nosotros, la certeza de nuestra infalible perdición sin este funesto expediente, todo, en una palabra, había endurecido nuestros corazones, insensibles ya a todo otro instinto que el de la conservación animal. Tres marineros y un soldado se encargaron de esta inicua y cruel ejecución: nosotros desviamos los ojos llorando lágrimas de sangre sobre la suerte de estos infortunados. Entre ellos estaban la cantinera y su marido, a quienes habíamos salvado anteriormente con peligro de perecer ahogados. Los dos habían sido gravemente heridos en los combates: ella tenía un muslo roto y él un sablazo en la cabeza. Todo anunciaba su próximo fin y nosotros teníamos necesidad de creer que, precipitando el término de sus males, no haríamos más que acortar algunos instantes la medida de su existencia.

Aquella mujer, aquella francesa, a quien militares, franceses también, daban por tumba el mar, se había asociado por espacio de veinte años a las gloriosas fatigas de nuestros ejércitos; durante veinte años, había caminado entre los laureles de los campos de batalla, llevando a los valientes vencidos y olvidados mártires del honor y de la patria, ahora socorros positivos, ahora dulces consuelos, siempre solicitud fraternal, o más tiernamente, maternal. ¡Quién le dijera que en medio de los suyos y por las manos mismas de los suyos!… Lectores que, en vuestra honrada conciencia y noble corazón, os estremecéis, sin duda al grito de la humanidad ultrajada, recordad siquiera que otros hombres, compatriotas y compañeros, pero desleales y traidores y malditos de Dios, nos habían puesto en tan horrible y tentadora situación.

Un ligero suceso vino a traer feliz distracción al profundo horror de que estábamos poseídos.: una blanca mariposa del género tan conocido en Francia, apareció de repente revoloteando por encima de nuestras cabezas y se posó en nuestra vela. La primera idea que fue como inspirada a todos nosotros, nos hizo mirar a este animalito como un precursor que nos traía la buena nueva de tierra próxima y alentamos nuestra esperanza con una especie de delirio. Pero era ya el noveno día que pasábamos en la balsa: los tormentos del hambre desgarraban nuestras entrañas; los soldados y los marineros miraban ya con ojos codiciosos la mezquina presa y parecían próximos a disputársela a viva fuerza. Otros miraban la mariposa como un enviado del cielo y declararon que tomaban bajo su protección al pobre insecto, impidiendo que se le hiciera ningún daño. Llevamos pues la vista y los deseos hacia aquella tierra tan suspirada que creíamos ver surgir a cada instante en lontananza, y ciertamente no debíamos estar muy lejos de ella, porque las mariposas vinieron en gran número al día siguiente a revolotear alrededor de nuestra vela y el mismo día tuvimos también otro indicio viendo una gaviota que volaba por encima de nuestra almadía.

Sin embargo, tres días pasamos aún en angustias indecibles, despreciando ya tanto la vida,  que muchos se bañaban sin temor a vista de los tiburones que rodeaban la balsa.

El 17 por la mañana el sol apareció despejado. Después de dirigir al Eterno nuestras oraciones, tomamos nuestra ración de vino, y saboreábamos con delicia nuestro escaso y único alimento, cuando un capitán de infantería, que por casualidad llevó la vista al horizonte, descubrió un barco y lo anunció con un grito de alegría. Reconocimos todos que era un brick; pero estaba a mucha distancia. La vista de este barco hizo renacer en nosotros el valor y la alegría de una manera difícil de expresar: todos nos creíamos ya en salvo y dábamos a Dios gracias infinitas. Sin embargo, los temores venían a mezclarse con nuestras esperanzas. Enderezábamos duelas de barrica y a su extremo izábamos pañuelos de diferentes colores. Un hombre, con ayuda de los demás, subió a lo alto del mástil y agitaba nuestros pequeños pabellones. Por espacio de media hora vacilamos entre el temor y la esperanza: unos creían que el barco iba aumentando de volumen, es decir, que se acercaba; otros, al contrario, que disminuía, es decir, que se alejaba. Estos últimos eran los únicos cuyos ojos no estaban fascinados por la esperanza, porque el brick desapareció luego, desvanecido en lontananza.

Del delirio de la alegría, pasamos al abatimiento del dolor; y para calmar nuestra desesperación quisimos buscar el lenitivo del sueño. La víspera nos habían tostado los rayos de un sol abrasador; este día dispusimos la vela a manera de tienda y nos acostamos todos debajo de ella. Propúsose entonces trazar en una tabla un compendio o resumen de nuestras aventuras, consignar nuestros nombres al pie de esta relación y fijarla en la parte superior del mástil, con la esperanza de que llegara al gobierno y a nuestras familias. Después de haber pasado dos horas en las reflexiones más crueles, un artillero de la fragata tuvo necesidad de salir de la tienda, y apenas hubo salido cuando volvió dando un grito inimitable. La alegría estaba pintada en su rostro, tenía las manos tendidas hacia el mar y apenas podía respirar de emoción. Todo lo que pudo decir fue: ¡En salvo! ¡El brick!

El brick estaba en efecto sobre nosotros, a una media hora a lo más, aproximándose a velas desplegadas. Salimos precipitadamente de la tienda; aun los que heridos gravemente de los miembros inferiores estaban continuamente acostados, de algunos días atrás, se arrastraron a la trasera de la balsa para gozarse en la vista de aquel barco que venía a arrancarnos de los brazos de la muerte. Todos nos abrazamos con una efusión que tenía algo de locura, y lágrimas de alegría surcaron de nuestras mejillas, secas por las más crueles privaciones. Todos nos pusimos a hacer señales al brick, valiéndonos de pañuelos, de trapos, de todo lo que encontrábamos a mano a propósito para llamar la atención sobre nosotros. Algunos, prosternados de rodillas, daban fervorosamente gracias a la providencia, que nos volvía a la vida por manera milagrosa. El brick se nos venía encima a más andar, y nuestra alegría subió de punto, cuando vimos en lo alto de su mástil de mesana un gran pabellón blanco. ¡Es francés! Exclamamos entusiasmados. ¡A los franceses pues debemos nuestra salvación! Muy luego reconocimos que era el brick Argos, de la expedición, estando ya a dos tiros de fusil.

En poco tiempo fuimos trasladados a bordo. Allí encontramos al teniente de fragata y algunos otros náufragos. El enternecimiento se veía en todos los semblantes: la piedad arrancaba lágrimas a todos cuantos nos miraban. Figuraos quince desgraciados, casi desnudos, hambrientos, descarnados, curtidos, azotados por todas las inclemencias del cielo y de la tierra. Diez de los quince apenas podían moverse. Nuestros miembros estaban desprovistos de epidermis; una profunda alteración se veía manifiesta en todas nuestras facciones; y nuestros ojos hundidos y fieros, y nuestra crecida barba nos daban aún aspecto más horrible: ni la sombra éramos ya de nosotros mismos…

Encontramos a bordo del brick muy buen caldo, que se nos había preparado en cuanto se nos descubriera, mezclando en él excelente vino, con lo cual se levantaron un poco nuestras fuerzas, ya casi extinguidas. Se nos prodigaron generosamente las mayores atenciones; se asistió facultativamente a los heridos, y desde el día siguiente los más postrados comenzaron a restablecerse…

Naufragio de la fragata MedusaDespués de la narración del terrible drama cuyo último episodio ha trazado con tanta valentía el pincel de Gericault, diremos en pocas palabras qué fue de las seis embarcaciones que abandonaron la almadía.

Las canoas de Chaumareys y del gobernador arribaron a San Luis sin haber corrido ningún grave peligro. La chalupa llegó a la costa, al norte del Cabo Mirick, después de haber tocado muchas veces. Los pasajeros, muriéndose de sed, quisieron desembarcar, intentóse retenerlos, representándoles los graves peligros que habían de pasar en el desierto por un arenal de cien leguas para llegar a San Luis. Sesenta y tres se obstinaron en su resolución y sufrieron lo que no es decible en las abrasadas arenas, sin víveres ni aun agua durante gran parte del camino. Por fortuna descubrió el Argos la caravana y les suministró provisiones. En el camino encontraron los náufragos una horda de moros que los despojaron hasta de la ropa puesta.; y hasta el 30 de junio no pudieron llegar a San Luis, habiendo perdido seis personas.

La chalupa, volviendo mar adentro, encontró la canoa menor y tomó las quince personas que llevaba, pues no podía resistirse ya contra la violencia de las olas. La canoa mayor y el bote de ocho remos se reunieron y navegaron de conserva; pero las tres embarcaciones se ladearon muchísimo, y los pasajeros tuvieron que saltar a tierra el 8 de julio. La marcha se efectuó con orden hacia el Senegal, bajo la dirección de los oficiales, y el 11 de junio se comunicaron con el Argos, que socorrió esta caravana antes que la otra. Los indígenas acudieron a vender algunas provisiones; mas el camino por la ardiente arena, bajo los rayos abrasadores del sol, fue en extremo fatigoso. Pero a lo menos llegó esta caravana a su destino, sin pérdida de hombres, el día 12 por la tarde.

Hasta el 26 de julio no se pensó en enviar un barco a la fragata Medusa, a bordo de la cual había quedado un grupo de hombres. La goleta encargada de eta misión tuvo contrario el viento y no llegó al lugar el naufragio hasta cincuenta y dos días después del siniestro. No se encontraron más que tres, de los diez y siete infelices que no habían podido embarcarse en la chalupa. Diez días antes, doce de ellos, viendo ya agotados los víveres, quisieron buscar su salvación en otra almadía que de pequeñas dimensiones construyeron. En ella se abandonaron a las aguas y a la misericordia de Dios; pero según toda apariencia, habían perecido en el empeño. Dos de los otros restantes murieron luego. Los otros tres fueron al fin transportados al Senegal, donde, libres del peligro y con buena asistencia pudieron recobrar la salud.

Aquí se vuelve la vista con enojo buscando la causa principal de tantos desastres, encarnada en un hombre aborrecible.

¿Qué fue del comandante de la Medusa?

Jean-Hugues Duroy de Chaumareys fue llamado a Francia a responder de sus actos ante un consejo de guerra.

Declarado culpable del naufragio de la fragata por impericia, fue degradado, borrado del escalafón de oficiales de la marina, expulsado del cuerpo, declarado inepto para todo servicio y condenado a tres años de reclusión en un castillo.

Comments

  1. s

  2. Eduardo Dolsa says:

    Esta historia es fascinante ¿Alguien sabe si se llevó al cine? Saludos!

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